domingo, 31 de marzo de 2013

El sueño de Tánger y la primera pasión por Marruecos


Siempre tuve cuentos de Tánger merodeando por la cabeza, por esa parte de la cabeza que tiende a imaginar sueños, escenas y palabras de una manera que roza el castigo de la irrealidad. Siempre imaginé la ciudad blanca y moruna vigilando las olas del mar. Su nombre evoca. Siempre pensé que, un día, desde España, me escaparía a cenar a Tánger, esa cena de mi imaginación era furtiva y prohibida, nunca pensé que simplemente “iba” a Tánger, sino que “me escapaba” a Tánger.  Y yo, mientras me duchaba, me dejaba poseer por el deseo de Tánger. Y en el sueño veía el mar del estrecho a través de unas cortinas blancas movidas ligeramente por la brisa del atardecer.

Lo cierto es que cuando llegué a casa después del viaje dormí, y cuando me desperté noté una gran presencia, a la misma vez que una gran ausencia. Me desperté sabiendo que algo había llenado mi vida, pero también me desperté sabiendo que era absurdo alargar la mano para ver si ese algo estaba, porque ya no estaba. Mi sueño de Marruecos solo era recuerdo.  Y regresé a mi vida y a mi mundo pero habían aparecido en mi vida unas ganas nuevas. Y a cada momento de tranquilidad los recuerdos del adorado país aparecían y era grato dejar que el recuerdo acariciara todos los centímetros de mi piel.

Aún recuerdo las primeras veces que llegué a Marruecos y la intensidad con que la palabra “tierra” llenaba mi pensamiento. Marruecos aún respira, el asfalto es, a menudo, el ausente más destacado durante el primer vistazo a los pueblos que uno va viendo en los márgenes de la carretera. En Marruecos la tierra aún  puede respirar. Conforme se pasan los primeros pueblos los más cercanos a Ceuta,  aparece algo más de asfalto y también aparecen las construcciones esas que habitan al lado de todos los mares. Y las flores y las farolas de diseño y el palacio del rey. Y todo se torna arreglado cómo para que el rey pueda creer que regenta un país diferente. Si sigues avanzando, hacia adentrarte en esa tierras del norte, la influencia del palacio va disminuyendo y vuelve la tierra y el plástico abandonado en pequeños trozos al lado de la carretera y aparece el color de Martil.  El color de Martil es tan beige como el azul del mar. Martil es mar con casas de color beige que un día no hace mucho, fueron blancas. Parece que el color de Martil es el más neutro posible para que toda la explosión de color la añadan sus habitantes luciendo chilabas de mil colores y saludos de mil palabras.

El recuerdo de Marruecos es luz. Es como una luz tamizada por un lejano recuerdo. Es una luz que ilumina más, pero se ve menos. Es muy difícil de explicar pero recuerdo esta luz que, al caer la tarde, ilumina a las gentes circulando en un paisaje lleno de las chilabas de colores. Recuerdo la vista de la ciudad, acercándose, al avanzar por la carretera, recuerdo la silueta de Tetuán a punto de alzar el vuelo. Y dejándome poseer por la sensaciones que el paisaje, tocado por el islam,  me sugería, sentía la inquietud que nos provoca aquello que nos parece tan distinto.
                                               
La luz de la tarde acabándose proyectaba el blanco de Tetuán, más blanco aún. La hora más intensa. Nos aproximamos a la ciudad y yo, que no sabía que hora era, entendí por primera vez que el tiempo no iba a importar. Y así, habiendo perdido la noción del tiempo nos metimos allí entre el tumulto, entre la gente, entre los vendedores, entre las tiendas, entre los que iban, entre los que venían, y entre las conversaciones para mi ininteligibles. Y tomamos el té en una plaza céntrica de Tetuán, y nos abandonamos a escuchar el sonido de los dados en los cubiletes para jugar al parchís, entretenimiento añadido al arte del hombre marroquí de observar el paso del tiempo. Y es extraño estar rodeada de hombres y sin ninguna mujer, pero también es verdad que nadie nos miraba especialmente por ello. Quizá es que las mujeres de la ciudad no quieren estar ahí donde los hombres pasan tantas horas delante del aroma a hierbabuena.

Recorrimos la ciudad primero, a pie, luego, en coche. En coche los barrios más humildes aparecen ante nuestras pupilas y lo único que puedo decir es que en esos barrios hay mucha, mucha vida. Seguro que mucha dificultad, mucha escasez pero mucha, mucha vida. Y para cerrar el día, ya de noche, subimos a la montaña y fue un momento entrañable, de olor a higuera y sabor a tagine y vistas y muchos sueños puestos en la mirada a la ciudad. Era feliz y eso que no sabía aún nada de mi destino, un destino que me iba a unir a Marruecos para siempre.

Muchas casas marroquíes tienen el aroma de la limpieza, ese mismo olor  que acompaña infancias. Me recordó el frescor y algo relacionado con aquello de que hay un mundo interior que es inmensamente agradable y que puede seducirte incluso más que el mundo exterior. Tengo el recuerdo de una cortina, símil de enredaderas verdes, que se movía meciendo el aire agradable del hogar. Y luego, de la cocina oculta a los ajenos,  llegó el cuscús, que es algo más que exquisita gastronomía. Bueno, buenísimo, más bueno que todos los que me han contado, más bueno que todos los probados. Y todo Marruecos es té a la menta, y si lo tomas sabes; que  no sabe igual en ninguna otra parte del mundo. Y por la tarde la medina, como todas las medinas impregnada de aromas, y de miradas intensas y de voces que te llaman. De orden y más orden, dentro de algo que se percibe globalmente como un inmenso caos. Las babuchas obsesivamente ordenadas, expuestas. Los calcetines por colores, las sandalias por tamaños, las telas por estampados. Los melones con los melones, los pollos en hilera con los otros pollos. Todo está obsesivamente ordenado, compuesto, espectacularmente dispuesto. Y como colofón final todo parece un inmenso caos.  Un inmenso caos de calor humano y de calles estrechas, un caos que seduce hasta creerte que estar perdido es agradable. Y las alfombras apiladas también huelen, y las especias también huelen, y todo huele y allí donde irás, dirás de los aromas de las medinas de Marruecos, cuanto más la de Tetuán que es Patrimonio de la Humanidad.

Por la noche un amigo tetuaní nos brindó su hospitalidad, y su sonrisa, y fue espectador tranquilo de nuestra locura extraña, el tetuaní es un chico de sonrisa amable y estómago demandante. Tiene la mirada de los hombres buenos y cierto misterio. No se puede adivinar qué está pensando, pero fue amable, acogedor y dispuesto. Nos llevó a comer sardinas, donde se comían antes, mejor que ahora, en el puerto de Rincón. Y compartimos las sardinas y luego las risas, hasta no querer reír más, que poder si se podía aún.

Se puede ser feliz sentada durante horas detrás del coche jugando como una niña y mirando por la ventanilla disfrutando de lo que se ve por primera vez. Mientras veía Andalucía desde el otro lado del estrecho. Y recordé Rota y Tarifa y Conil y recordé cómo desde allí escudriñé tantas veces el horizonte para ver si veía África. Pero al revés no me lo esperaba. No esperaba la visión contraria, no sé porqué, pero no lo esperaba. No deja de ser curioso. Y yo jugaba contigo Marruecos, como una niña, sin parar de reír, y tu no lo sabías, pero sin parar de soñar. Luego conocí el pescado de Asilah buenísimo y el pueblo entrañable. Allí comprendía que la naturaleza no era injusta con ningún país y podía dar mar y acantilados bellos a todos los trozos de tierra que se quieren asomarse al mar o a los océanos.

Y un día nuevo bajo el sol y un sol nuevo encima del día. Y las últimas estribaciones del Rif siembran a sus pies un Chefchauen apasionante para todo aquel a que le gusten las fantasías de azul. Y del azul de la pared, al azul del corazón, que parece ver cielo y no sabe muy bien porqué. Y el paisaje mediterráneo, y las adelfas ajardinando el paisaje y el placer de fumar en cada esquina y de explorar las callejas, y de comer con tranquilidad. La calma nos había secuestrado y las calles nos habían conquistado. Y la mirada de las niñas y los niños fue el mejor regalo. De la mirada cándida, de la inocencia y de la pobreza y de la vida que transcurre entre el calor del día y el fresco de la noche. Es la fantasía de Chauen para quien la quiera, la mejor fantasía. 
 
Y en Chauen si que ya no existía apenas nada, nada más que tu Marruecos. Y en Chauen me preocupé, porque la risa salía sola, porque tu proximidad me estaba matando, me estaba acorralando, me estaba encendiendo. Y por la noche más risa, y más risa en la charla de los excesos. Y una sospecha se encendía más de la cuenta.  Y mi risa cada vez más cerca de la tuya iba marcando un camino, demasiado difícil para tomarlo, demasiado bello para rechazarlo. Pero lo cierto es que seguimos jugando, de nuevo, como en aquel momento cuando yo estaba poseída por la extrañeza de ver España desde el otro lado del estrecho. He vivido un sueño de Tánger. La cortina blanca y transparente se movía en la ventana abierta, con una cadencia relajante y yo, mientras, untaba mis manos en crema de aroma de té para hundirlas con el ansia del amor nuevo en las profundidades de tu océano.  Y al final llego el principio de una bella y duradera amistad contigo Marruecos.



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